El profesional de la neutralidad, un incansable trabajador por la igualdad de todos ante las tablas de la ley; un oficial de policía curtido en desgraciados tiroteos junto a otras inmundicias de la naturaleza salvaje que no animal, se encontraba comiendo en un restaurante sencillo mientras veía y escuchaba las noticias, en el bonito pueblo de Miraflores de la Sierra. De repente ve cómo algo le inquieta pero nunca sobresalta (sobrevivió a un balazo en el muslo cerca de Colmenar Viejo con solamente dos años de servicio, y a otro intento de asesinato al tratar de detener al “Bala”, miembro ilustre del hampa). El caso fue llevado por él mismo; el criminal demostrado y confeso de una niña de siete años se había ahorcado en la prisión de Soto del Real, y por lo que parece, nadie sabía cómo había podido lograrlo, pues no es propio de una persona con la indiferencia de dicho sujeto.
Terminó su almuerzo calmado gracias a su estatus de prejubilado. Marchó de inmediato a su casa para ponerse un vaso con mucho hielo de alcohol destilado en Aberdeen, y después llamar al también retirado juez de la audiencia provincial Marcos Suárez para intentar conocer más detalles; su amigo Marcos (quedan juntos a comer una vez cada dos meses) le dijo:
– No sé de momento nada Enrique, aunque pinta suicidio; tendrá cargo de conciencia el muy cabrón.
La droga que corre por sus venas se debe a una adicción sobrellevada durante varias décadas a su trabajo. Eran tiempos en lo que la gente honrada y sudada por el esfuerzo diario de sacar a los de su sangre a mejores envites, se encontraba muy harta de ver cómo piltrafas humanas hacían de la jurisprudencia un trapo sobre el cuál orinarse para luego reivindicar un derecho a la honorabilidad, cuando realmente habían conseguido el trono del deshonor. Todo esto ocurría a mediados de Agosto (no preguntes el año porque no importa, aunque fue hace bien poco); dejó pasar la noticia debido a que una familia hecha virutas y desecha en ganas de vivir por la ausencia de su niña, dijo en todos los canales posibles que ahora dormían un poco mejor. Comía con su amigo juez en una cervecería cerca de López de Hoyos, cuando Marcos hizo que los ojos de Enrique se quedaran sin habla ni apenas apetito ante un solomillo de ternera de Ávila:
– Enrique, me quedan seis meses o menos; ahora que empezaba a vivir de verdad. Con las casa pagada, mis hijos emancipados y mi mujer contenta.
El monstruo comía sus entrañas sin ninguna solución, ni aquí, ni allí. Cogió un poco de aire el comisario, y a pesar de su templanza, el par de gotas caía. Porque muchas historias querían recordar; innumerables zancadillas habían evitado juntos al servicio del poder político que va y viene, y vuelve a venir para ponerte o quitarte sin explicaciones que dar ni exigir; salvo ellos y otros pocos más, que pudieron tener la sabiduría de hacer su cometido sin mirar y dejando hacer. Le comentó Marcos que el suicidio del santo malévolo quedó investigado, archivado y sin castigo a ningún jefe de servicio de la prisión; el nene se fue por su propia voluntad (bendita voluntad). Fueron a casa del juez, ya que Marcos quería que Enrique se llevara algo que tenía guardado: una foto de sus tiempos de justicieros, cuando creían en el buen obrar y la bondad por lo hecho; hombres con ganas de mejorar allá donde vivieran. Se tenían un cariño especial. Enrique condujo a su
chalet de Miraflores bien dolido por la noticia; por lo menos tuvo el privilegio de haber compartido años impagables con una persona de tal envergadura moral, que por muchos quinquenios que le quedaran por vivir (Enrique gozaba de una salud digna de un universitario, y de una apariencia física de un cuarentón en todo su apogeo), su amigo se iba y sanseacabó.
A la quincena siguiente, este hombre pulcro y sano vio otra noticia que le inquietó: otro gran malparido, Fermín Jiménez López, asesino de una mujer embarazada de solamente veinte y cinco años, violada con un rodillo de cocina para luego ser destripada viva, cumpliendo condena en la cárcel de Aranjuez apareció muerto en su celda de un infarto. Y la razón de su inquietud le hizo llamar días después del acontecimiento al heredero de su puesto que llevaba con orgullo sus enseñanzas; le respondió que ni rastro de drogas ni otras sustancias que hubieran podido matarle, solamente una posible pizca de conciencia; nada más. Raro de entender teniendo en cuenta que Fermín no tenía alma y una persona sin alma, aparte de no ser persona, no muere ni padece: ¿siente o quiere?. Todo ello unido a una fortaleza física fuera de lo común; desagradable era el asunto, como le argumentó su colega:
– Enrique, no tenemos nada de nada; y aunque te sea difícil de entender es lo que hay; ten en cuenta que era un cabronazo demasiado inteligente.
Pero Enrique seguía sin creer, como en el matrimonio y en la descendencia, por lo que su patrimonio que no era diminuto iba a sus sobrinos. Lo hacía con gusto al encargarse de ellos desde que su cuñado pasó a mejor vida, ya que esta muchas veces puede llamarse basura. Pagó estudios, viajes y academias, con el fin de hacer ver a su hermana que son lo mejor que tenía y seguía teniendo. Recuerda perfectamente cuando su madre, Mariola, le decía que debido a su trabajo iba a esperar lo inesperado; podría recibir de alguien que tiene una vida decente con más o menos dineros una línea recta con pequeñas curvas o desvíos, pero de demoníacos vivientes, poca sensatez escrita y hablada iba a encontrar. Había vivido de todo, había sufrido casi de todo, pero su olfato de lince no muy viejo le hacía pensar que algo no marchaba bien, que son cosas que solamente se elucubran en delirios nocturnos de gente con ganas de vivir experiencias oscuras. Aún así, lo dejó pasar. Le preocupaba más la dolencia de su hermano, su confidente y pareja laboral estable, su otra familia, su casi todo; su amigo Marcos. Eran incontables las veces que charlaban de sus obligaciones para con la sociedad siendo ambos conscientes, servidor de la ley y actuante de la misma, que el país al que servían no estaba estructurado a nivel social, y que los dictados legales del papá Estado eran injustos hacia una parte de sus ciudadanos, que carecían de los billetes necesarios y debidos si querían acceder al ejercicio pleno de sus derechos civiles con el máximo civismo. Si hubieran nacido lameculos de lo público o empresarios otro gallo les cantaría, según los dos.
Marcos le comentaba hace tiempo en una conversación distendida en casa de Enrique:
– Hermano, no sabes cuánto me gusta lo que hago, pero me da la sensación que mi conciencia me está matando, y el día menos pensado reventaré por algún lado.
Enrique le ayudaba como siempre:
– ¡Anda hombre, no te me quejes, que somos unos privilegiados!
Pero Marcos se negaba, plasmando la realidad:
– Sí, es verdad Enrique; pero sabes que un gran tanto por ciento de los que nosotros metemos en la cárcel, para empezar no quieren ser presos; es la vida que les ha gastado una putada enorme señalados para ser carne de cañón; mientras que otros sinvergüenzas a los que más vale llamarles señores, porque si no lo haces tienen poder suficiente para joderte la vida, se van del sistema con una sonrisa cínica cachondeándose en nuestra puta cara; esos no están en el sitio que les corresponde. Salvo el caso de los que gracias a Dios no se libran del infierno, porque han nacido mereciéndolo.
Enrique, abrumado por la claridad de ideas que siempre tenía su señoría finalmente le daba la razón, ya que no había motivo objetivo para negársela:
– Es cierto Marcos, que muchos de los que metemos al agujero no han tenido posibilidades en la vida de ni siquiera tenerla humilde, de comer caliente a diario, cuando hay otros que nacen ya podridos de mente y el sistema, lo único que puede hacer con ellos es meterlos mientras vivan en un cuartucho; pero, ¿qué hacemos?; ¿nos los cargamos?, ¿los llevamos a un descampado y muerto el perro se acabó la rabia?
Marcos, ni asentía ni discrepaba; pero es verdad que amigos, vecinos, clientes, conocidos y no tanto, tenían una percepción de querer dar solución al gran problema de la psicopatía humana. Personas que viven como personas y reflexionan como demonios, enjaulados en vidas anónimas, planas; hasta que la bestia sale de paseo y la hace. Se lleva por delante la inocencia de un niño, de una estudiante, la nobleza de una madre de familia, el sacrificio desmedido de un padre que vuelve del trabajo con una jaqueca de urgencias, y al que todavía le quedan energías de echar una sonrisa a sus criaturas preguntando casi sin fuerzas cómo les van los parciales, qué necesitan para el día siguiente, que sus proveedores se lo encontrarán. Hijas arrancadas de la vida por un desheredado mental, un criminal sin corazón, sin sustancia, sin escrúpulos ni tablas para discernir lo que tiene o no tiene que hacer en cualquier momento. Ese tipo de fallos en la genética, para muchas vecindades no se deben esconder en centros penitenciarios porque no tienen ni comprensión ni arreglo. Ese era el problema; reinsertar a un preso que quiere volver a exprimir el fuero de existir, y pensar en qué hacer con un individuo que hace de la muerte con violencia sin un atisbo de arrepentimiento su sentido del vivir; y siempre dándonos cuenta aunque parezca de locos, cómo muchos de ellos tienen cerebros que funcionan a una velocidad muy por encima del razonamiento, capaces de llegar a convencer de sus atrocidades al más experimentado inspector, carcelero y ejecutor del código penal, porque son demasiado listos, demasiado pensadores.
Es cuando no se llega a poder ser normal hasta el punto de salirse de la ralla sacando su alimaña interna, para que luego digan que el diablo no existe; vayamos tomando nota de que sí, y que además no se queda en el averno. Pasea por el mundo mostrando una chulería y evidencia que puede llegar a hacernos pensar en la probabilidad de habernos creado; no hay peor ser vivo que el hombre, depredador compulsivo e insultante por la mañana y de noche. Y el caso de esta raza de depredadores nos hace reflexionar sobre la frase que un compañero de academia de Enrique, Juan Carlos, soltaba con frecuencia:
– Los humanos vivimos como animales para empeñarnos en morir como personas.
Pasaron bastantes semanas con el frío ya metido en los cuerpos cuando, preparándose una taza de café descafeinado con unos bollos recién hechos que olían a cielo, al escuchar su programa de radio preferido se entera de otra noticia más, de otra desafortunada (o afortunada, quién sabe) desaparición de un peligro social. Se llama Víctor Fernández Montiel, pero era conocido como “El mutilador”. Este carnicero no solamente asesinaba a sangre fría; tenía la costumbre de comer miembros de la víctima cuando apenas viva agonizaba de dolor, como comen una jauría de licaones; Víctor era un gran imitador. Recluido en Melilla se cortó en cuello con un cuchillo hecho por él mismo en su celda; pero de nuevo, este suicidio a Enrique no le parecía normal. Esta vez por el hecho de haber estado presente en su detención y juicio, y ver en un hombre una frialdad nunca conocida hasta ahora (y mira que se había topado con desalmados incapaces de domarse con medicación u otras alternativas). Era una verdadera aberración de la génesis humana, heredando graves trastornos psicológicos de sus padres muertos hace ya bastantes años, y potenciados con un carácter violento pero con finura, ya que al declarar en el juicio nunca salía de sus labios una palabra malsonante, como puedes leer a continuación:
– Yo sé que he cometido atrocidades, que he comido miembros de gente descuartizada, y pido ser castigado; pero tengan en cuenta que soy un enfermo, que no tengo salida. Si me soltaran volvería a hacerlo porque es mi instinto; gracias por escucharme.
Dejó a todo el mundo sin poder tragar saliva, aunque se le aplicó la pena máxima establecida en ese momento; con más de setenta años, si salía entero del cuarto oscuro lo haría hecho un anciano no venerable ni venerado, lleno de recuerdos que no podían hacerse realidad otra vez. Enrique seguía sin fiarse de la versión forense, de las declaraciones de los funcionarios, de nadie salvo de Marcos; fue el magistrado Suárez quien lo condenó para quitarlo de en medio en cuanto terminó el juicio, porque hasta los policías que detuvieron al fulanito, que no opuso resistencia alguna, pasando por los psicoanalistas (los tres mejores del país) que lo estudiaron, quedaron asustados de la gélida pasión y carencia de sentimientos de este hombre; era licenciado en Derecho con varias matrículas de honor, por eso pidió defenderse él mismo, renunciando finalmente a ello para declararse autor de los hechos, pero no culpable de las burradas cometidas por tener el carnet de chalado mayor; y se quedó tan tranquilo.
Volvió a llamar a su contacto anónimo esperando una explicación real, o por lo menos convincente. De nuevo la callada por respuesta:
– Nada de nada Enrique; se ha ido porque ha querido. El hijo de la gran puta podría haberlo hecho antes; míralo por este lado: uno menos del que preocuparse. Mejor para todos Enrique. En la autopsia no ha salido nada de nada.
Enrique tenía un sentimiento que le hacía pensar que no era así; que esta gentuza no se quita de en medio por las buenas, a la primera de cambio sin mandar una carta a la prensa para dañar más a la sociedad explicando, si es que hay explicación, el por qué de todas las barbaridades gestadas por sus mentes atrofiadas. No era posible que desde un puñado de meses hasta ahora, tres amigos de Belcebú saltaran hacia el otro lado, llamaran a la otra puerta sin dejar huella.
Fue por la tarde después de una siesta a ver a Marcos; casi no salía de casa, ya que le quedaban pocas fuerzas, salvo la de su mente jurídica; conversaban de un modo jovial y despreocupado sobre esta vida, la otra, la del vecino, la de sus abuelos y amigos, hasta que Enrique volvió a insistir:
– Marcos, ¿crees que lo que están haciendo estos tíos es normal?
Réplica con sentencia rotunda:
– ¡Y tan normal!; nos hacen un favor. ¿No ves que es lo normal, puesto que ellos no son lo normal?; no le des más vueltas amigo mío; la mierda al paredón.
Marcos no quería hablar del asunto; tenía ganas de compartir lo poco que le quedaba con su inseparable en juegos y palabras más agradables; una partida al mus, un güisqui con mucho hielo para el poli, y otros placeres sencillos pero muy valiosos para eliminar el dolor del juez. Enrique volvió ese día a su templo pasadas las nueve de la noche; aunque era un hombre de un coraje inmenso, sintió que el trayecto a su chalet en Miraflores con oscuridad en plenitud le inquietaba un poco. Volvió a darle al alcohol duro antes de acostarse, intentado sacar alguna solución a lo que estaba pasando con estas celebridades del mal; y tras una hora de intentos, pensando y volviendo a reflexionar, el sueño se lo comía hasta apagar su ordenador personal sin más. A la mañana siguiente tenía comida con su hermana Lola, que llevaba días sin verlo, y ambos se necesitaban.
El banquete fue excelente; unas chuletas de carne de potro lechal sublimes, y una devoción mutua; los hijos de Lola, desde que su marido Jose Manuel se fue sin merecérselo gracias a un gracioso que lo atropelló yendo trompa perdido, han sido educados y criados por su madre y su tío. Nadie mejor que ellos, y nada mejor que eso. Lola, con sus cuarenta y nueve años sigue conservando un atractivo físico que sin ser llamativo hace a cualquiera fijarse en ella. Pero una mujer de su talla no quiere más hombres que sus hijos como hijos, y su hermano como tal. Sentía pena por Marcos:
– No sabes lo que pienso en él, hermano. Sé que lo estás pasando fatal; pero quédate con el consuelo de haberle sido fiel. Creo que algún día os volveréis a ver, no me cabe duda.
Enrique siempre encontraba paz en su hermanísima:
– No sabes lo que te agradezco que me digas eso; pero conoces lo que creo respecto a ese tema hermana: ni en el más allá, ni en el más acá. Así que cuídate mucho que te necesito por más años.
Terminaron la comilona, y Enrique tomando el café recibió la llamada que nunca quiso recibir; la mujer de Marcos, Angelina con apenas voz:
– Enrique por favor; ven lo antes posible que lo veo muy mal; ha tenido una recaída muy fuerte.
Un último sorbo y salió de allí, dando un beso a su hermana, que preocupada se despedía de él:
– ¡Conduce con cuidado, y llámame cuando llegue el momento!
FIN Parte I
Un thriller apasionante!