La semana pasada tomaba unos vinos con un amigo. Parte de la conversación:
Él: Oye, ¿por qué no escribes de actualidad?
Yo: ¿Cómo?
Él: ¿Por qué no escribes de actualidad… en la web, el blog ese?
Yo: ¡Ah! Ehmmm… ¿Actualidad?
Él: Sí, joder, sí, actualidad, que siempre escribes de cosas viejunas.
Yo: Pero… ¿no es actual el concepto de tiempo, la inmortalidad, el anti-intelectualismo…?
Él: (interrumpiéndome) No, no, no ¡qué cojones va a ser eso actual! Tienes que escribir de algo que esté pasando ahora.
Yo: ¿Ahora? ¿Ahora mismo te refieres?
Él: Sí, joder, ahora, algo que la gente siga, de lo que se habla en los bares…
(Me acerqué a la camarera para pedirle otras dos copas de vino blanco y le pregunté de que se hablaba en su bar).
Yo: La camarera me ha dicho que la mayoría de conversaciones aquí van sobre “deporte”, “parejas/sexo” y “trabajo” (aclaro que ella misma hacía el gesto de las comillas cuando nombraba los temas). He escrito sobre la NBA por ejemplo…
Él: (se ríe) No, joder, no, eso no. La gente de tu estilo estoy seguro que hablará de lo que pasa en la política ahora mismo, joder, ¡mira como estamos tío! Aquí… En Oriente Medio…
Yo: ¿De mi estilo? No tengo claro si esos temas a los que te refieres pueden denominarse estrictamente “actuales” (hago el gesto de las comillas)…
Él: (interrumpiéndome otra vez) Ya estamos, joder, deja de analizarlo todo con ese tono pedante, sé concreto tío, ve al grano, le das muchas vueltas a las cosas, lo de ahora tío, lo de ahora mismo, eres demasiado sesudo…
Yo: (interrumpiéndole) El vino me ha dado hambre, me apetece un pastel de sesos…
Él: Ya ves, vamos aquí al lado que están de vicio…
Una de las funciones básicas que posee el periodismo de actualidad es encabronar. Titulares tendenciosos, grandilocuentes y simplones salpimentados de estadísticas varias para dar coartada al clickbait. Las palabras más usadas suelen ser: deuda, crisis, ruptura, culpa, problema… A simple vista podríamos considerar que el periodismo actual es profundo conocedor de la genealogía de la moral nietzscheana. Nada más lejos de la realidad. Cuando uno lee el cuerpo (cadáver) de la noticia parece redactado por un estudiante de primaria, un cuñado de fin de semana o un fundamentalista servil al credo editorial. Todos los medios concuerdan en el discurso apocalíptico y dantesco. Pero en cuanto buscas soluciones o “análisis constructivos”, dependiendo del ideario del medio, difieren radicalmente. El ombliguismo narcisista de las democracias occidentales, basado principalmente en cuestiones materiales o deseos utópicos individualistas, hace que la mayoría de expectativas no se cumplan y lógicamente aparece la frustración y el consiguiente encabronamiento. En general se lee poquísimo pero incluso los pocos que leen lo hacen de manera somera, rápida, sin reflexión, sin subrayar, sin tomar notas, ¿para qué? Ya he leído lo que tenía que leer hoy, tengo el disco duro petado. Con este caldo de cultivo los titulares sensacionalistas copan la atención del “lector medio”. El enfado con el mundo que nos rodea y la culpa ajena retroalimentan el victimismo conformista, y los medios aprovechan esta visión estrecha y resignada. Le dan a los encabronados lo que los encabronados quieren: más encabronamiento para justificar el incumplimiento de sus fantasías infantiles. Los medios viven en una sociedad crispada y ayudan a crisparla todavía más. Los medios son la rueda, la sociedad el hámster (o viceversa).
Quien no es rico o famoso, o rico y famoso, carece de foco en las noticias de actualidad. Un vistazo por las webs digitales de medios “serios” y encontramos una gran cantidad de espacio para la farándula, el famoseo variopinto siempre acompañado de una estudiada ligereza de ropa. De vez en cuando alguna entrevista o texto sobre filosofía, literatura, cine, teatro o pintura (hay que intentar cubrir todos los nichos priorizando la ley de oferta y demanda), sobre todo enfocados en galardones corporativistas o empleados que han medrado lo suficiente en el medio de turno para conseguir premios “cubiertos de mierda”, como dijo Cela. A quien no es ni rico ni famoso tan sólo le queda una opción para salir en portadas o titulares: la catástrofe, el crimen, el accidente mortal, la guerra, “crónicas” negras (no confundir con el género noir), es decir, distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede (no debe) ser noticia. La hecatombe y la desgracia forman parte de las noticias diarias relativas a la población común y corriente, mientras que los “triunfadores” disfrutan de los grammies latinos, diversas orgías analfabetas o derroches artificialmente sofisticados. Si nuestras vidas reflejadas en los medios son “distópicas”, el único espejo “utópico” en el que nos podemos mirar es en el de esas pocas personas que venden sus vidas, llenas de un insoportable vigor sobreactuado, a instituciones mediáticas de dudosa ética. Esto es obviamente una postura ideológica que se lleva a cabo para ser impuesta. El gran Martín Caparrós lo expresaba fantásticamente en su ponencia, en el Congreso Internacional de la Lengua Española de Cartagena en el año 2007, titulada Por la crónica: “La información (tal como existe) consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a ésos. La información postula (impone) una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo”.
“Quien nos habla, me da la impresión, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario: en portada, grandes titulares. Los trenes sólo empiezan a existir cuando descarrilan y cuantos más muertos hay, más existen; los aviones solamente acceden a la existencia cuando los secuestran; el único destino de los coches es chocar contra los árboles: cincuenta y dos fines de semana al año, cincuenta y dos balances: ¡tantos muertos y tanto mejor para las noticias si las cifras no cesan de aumentar! Es necesario que tras cada acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida no debiera revelarse nada más que a través de lo espectacular, como si lo elocuente, lo significativo fuese siempre anormal: cataclismos naturales o calamidades históricas, conflictos sociales, escándalos políticos…”.
Georges Perec, ¿Acercamientos a qué?, Lo infraordinario, 1989
Lo calamitoso, lo extraordinario, lo profundamente morboso es lo que llama nuestra atención. Debido a la falta de interés cultural y a la vida cada vez más automatizada, el aburrimiento se adueña de nosotros. El aburrimiento no tiene por qué ser negativo pero en el sistema económico actual sí lo es. En la época de la irreflexión cibernética y la frivolidad vital huimos del tedio buscando el morbo, algo fuera de lo común, escandaloso, efectista, peculiar, nos encanta elevar lo singular a cuestión universal. Aunque ese hecho particular sea burdo, abyecto, patético o repugnante lo disfrutamos, nos recreamos en ello, lo encontramos fascinante. Esto no es nuevo. Ya en la República de Platón Sócrates decía lo siguiente: “Leoncio, hijo de Aglayón, subía de El Pireo bajo la parte externa del muro boreal, cuando percibió unos cadáveres que yacían junto al verdugo público. Experimentó el deseo de mirarlos, pero a la vez sintió una repugnancia que lo apartaba de allí, y durante unos momentos se debatió interiormente y se cubrió el rostro. Finalmente, vencido por su deseo, con los ojos desmesuradamente abiertos corrió hacia los cadáveres y gritó: «Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo»”. El deseo hacia lo morboso tiene que ver con nuestro deseo más íntimo. Al pasar con el coche por la escena de un accidente todos aminoramos la marcha no tanto porque haya una retención (a veces esa retención es mínima o no la hay) sino por intentar ver los cadáveres, los restos de sangre, la muerte presencial, deseamos ser testigos de lo ignominioso. Cuando éramos pequeños nos tapábamos los ojos con las manos para no ver las escenas sangrientas de Pesadilla en Elm Street pero al mismo tiempo abríamos poco a poco los dedos dejando un mínimo espacio mediante el cual observábamos esas escenas: sabíamos que tendríamos pesadillas y aún así lo hacíamos. Hoy queremos espectáculos sangrientos reales, saber el número de muertos de la última guerra, de la pandemia, del acto terrorista que sea, comparar estadísticas con otras muertes, sacar una media, hacer números, pronósticos, predicciones morbosas. Pero no somos Leoncio. Él mira a la muerte a la cara, ve a los cadáveres de frente, no va en un coche pasando de largo, no hace cábalas sobre cuantos morirán en tal o cual guerra, los ve directamente, sucumbe a su deseo morboso y maldice. Nosotros hacemos click, nos tapamos de nuevo los ojos como cuando éramos niños y separamos los dedos poco a poco para seguir consumiendo muerte, una muerte aséptica, mediatizada, convertida en mera estadística.
“Al igual que los sueños, las estadísticas son una manera de cumplir los deseos”.
Jean Baudrillard, Cool Memories 1980-1985, 1987
Vivimos en la era estadística. Numerología, porcentajes, gráficos de quesitos con los que juegan los expertos en grafismo institucional mediático (a veces el juego parece tan trivial como el Trivial). La estadística mal usada, mal entendida y mal promocionada despersonaliza la realidad vital. Propone la medición de todo lo existente desde la perspectiva absoluta. Esto viene muy bien a la cuñadología que se apoya, casi siempre, en estadísticas sacadas de titulares “exhaustivos” y portadas de periódicos “fiables”. Por supuesto todas estas estadísticas deben constatar sus especulaciones o prejuicios. Si las estadísticas que encuentran son contrarias a sus opiniones dirán que no son “fidedignas” ni están “comprobadas”. La estadística en su amplio alcance y enorme variedad vale para todo tipo de comunidades ideológicas, incluso para los que se creen lobos solitarios (tienen el libro de Hesse idealizado o consumen mucho al Eastwood menos interesante). Las estadísticas están a la orden del día en cualquier conversación cuñadista sobre el tema que sea, viene bien para todo: “El cáncer de colón lo sufren 1 de cada 4 hombres, así que si somos 4, 1 de nosotros lo pasará fijo”, siempre hay que autoproponerse como ejemplo para dejar claro el dato científico y usar adjetivos demoledores como “fijo, seguro, consolidado, invariable…”; “el otro día en el trabajo me ocurrió… y resulta que el 33% de los que trabajan en lo mío también opinan lo mismo”, hay que sobrepersonalizar porque para eso están las estadísticas, no se deben tomar como una muestra global e impersonal sino todo lo contrario, hay que dejar constancia de que formamos parte del mundo y de que somos una parte indivisible del mismo; “el 88% de … piensa que…” puede ser ambivalente, sirve para reforzar nuestra opinión o para ridiculizar al gran número de personas que creen en lo que nosotros pensamos que son chorradas. En definitiva, las estadísticas suelen servir para visibilizar nuestros sesgos y fortalecer tanto nuestros prejuicios como opiniones sin mucho fundamento y profecías autocumplidas. En cuanto encontramos algún tipo de estadística que aparentemente consolida nuestra forma de pensar o percepción agorera soltamos la típica parida cuñadista: “Esto ya lo decía yo… nos vamos a pique…”. Incluso Vaclav Smil advierte acerca de las estadísticas tomadas tal cual, al peso, sin analizar, sin cribar, sin fundamentar; expone lo siguiente en el epílogo de su libro Los números no mienten: “Puede que los números no mientan, pero ¿qué verdad encierran? En este libro he tratado de mostrar que con frecuencia tenemos que examinar las cosas con más profundidad y amplitud. Incluso unas cifras razonablemente fiables —aun, por supuesto, impecablemente precisas— deben entenderse en contextos más amplios. La valoración bien fundada de valores absolutos requiere algunas perspectivas relativas, comparadas”.
Recordemos la famosa paradoja de Simpson (Edward H. Simpson, la H podría ser de Homer): “El 20% de las personas muere a causa del tabaco. Por lo tanto, el 80% de las personas muere por no fumar. Así que queda demostrado que no fumar es peor que fumar”. Esta interpretación estadística es una pamplina, la mayoría de titulares periodísticos hoy juegan con esta paradoja. El clásico Cómo mentir con estadísticas de Darrel Huff comienza así: “– Hay mucho crimen por allí – dijo mi suegro al poco tiempo de haberse trasladado de Iowa a California. Y así era, en el periódico que leía. Es un periódico que no pasa por alto ningún crimen en su propia área y que tiene fama de prestar más atención a un asesinato en Iowa que el mismo periódico principal de aquella localidad. Desde el punto de vista estadístico, la conclusión de mi suegro no poseía fundamento técnico. Se basaba en una muestra marcadamente subjetiva. Al igual que muchas otras estadísticas aún más falseadas, la estadística de mi suegro era tendenciosa. Daba por supuesto que el espacio del periódico dedicado a informar sobre crímenes era la medida del porcentaje de criminalidad”. No sólo somos cuñados sino también potenciales suegros.
Volvamos a Perec para alcanzar el 60% de citas en este texto: “La prensa diaria habla de todo menos del día a día. La prensa me aburre, no me enseña nada; lo que cuenta no me concierne, no me interroga y ya no responde a las preguntas que formulo o que querría formular. Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?”. Lo que verdaderamente sucede a diario no es noticia, no vende, no interesa a los medios, ni tan siquiera a nosotros mismos.
Perdón, como siempre me he ido por los cerros de Úbeda… voy a escribir sobre algo auténticamente actual, de ahora, de este preciso instante:
Me pica el ojo derecho, me rasco. Mi perro aparece por la puerta meneando la cola con vehemencia, puede que se esté cagando, tengo que bajarlo. Se marcha. Recibo un mensaje de Carol: “Mañana viene Julio Llamazares a la biblioteca (guiño y beso)”. Contesto: “Anda, como mola, ¿a qué hora…?” Huele raro. Apesta. Vuelve a venir Lobo, me mira con la misma cara (mezcla de burla y sermón) de mi entrenador de baloncesto cuando tenía que cortar por línea de fondo o bloquear: “¡Llegas tarde!”.
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