Es el azar Dios y el número Pi su profeta

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Cuanto aquí se expone está mejor y más ampliamente expresado en un breve ensayo que recientemente publiqué1, cuyo argumento principal no era otro que poner en cuestión lo que se viene atribuyendo al azar: su falta de memoria.

Entendí que el único camino era estudiar las manifestaciones del azar, y paradigmáticamente se viene entendiendo que una serie genuina e indiscutidamente aleatoria es la que componen los decimales del número pi. El día 4 de agosto de 2021 el Equipo DAVIS de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Los Grisones (Suiza), fijó la cantidad conocida de los decimales de pi en 62.831.853.071.796 (sesenta y dos billones), y el 21 de marzo de 2022 Emma Haruka Iwao (Hanoi, 1946) elevó la cifra a 100.000.000.000.000. Once meses después, el 18 de abril de 2023, Jordan Ranous, vinculado a la revista StorageReview.com, experto en Inteligencia Artificial, utilizando programas distintos y medios distintos que Haruka Iwao, determinó la misma cifra de decimales y sólo once meses más tarde, el 14 de marzo de 2024, el propio Ranous elevó la cifra a 105.000.000.000.000, es decir, a ciento cinco billones. 2

Del azar se sostiene tenazmente que no tiene memoria, que si lanzamos una moneda al aire mantiene siempre un perfecto equilibrio en la expectativa (50/50) de que salga cara o salga cruz pues la moneda, como el azar, carece de memoria y vive en el olvido absoluto de cuanto hizo en el pasado. El azar produce series numéricas cuya característica principal consiste en que no pueden ser representadas mediante un algoritmo más corto que la serie misma; la pretensión de definir el azar obliga a incluir lo definido en la definición. El azar es, por tanto, innombrable si no se le invoca a través de sus manifestaciones, las series que genera, que no albergan patrón alguno que nos permita continuar su desarrollo, pues resulta propio de su esencia el que no se pueda nombrar ni predeterminar cuál será el suceso siguiente que lo compone.

Dice la historia pretérita de lo azaroso que hubo un día, el 18 de agosto de 1913, en que una mesa de ruleta arrojó veintiséis resultados de números negros, que son dieciocho (2, 4, 6, 8, 10, 11, 13, 15, 17, 20, 22, 24, 26, 28, 29, 31, 33 y 35);todos los demás son rojos menos el cero, que suele ser verde.

Nos dicen quienes saben del cálculo de probabilidades que esa misteriosa conjunción sólo se puede dar una vez cada 66 millones de tandas de 26 tiradas de ruleta, de modo que lo que dicen ocurrido el 18 de agosto de 2013, si es que ocurrió, habría exigido una partida que se hubiera iniciado quince mil setecientos años antes del 18 de agosto de 1913 para que se diera tal probabilidad, que no certeza.

Habló de ello la BBC NEWS, sección MUNDO, el 17 de octubre de 2020, añadiendo una apreciación de índole probabilístico: si ha salido cara 500 como 5000 veces en cualquier serie azarosa la probabilidad se mantiene constante (50/50) de que la siguiente vez salga cara de nuevo, con fundamento en la falta de memoria que concuerdan en atribuir al azar. RTVE, por su parte, el día 26 de mayo de 2023, incluyó el atributo de la desmemoria del azar sucintamente desarrollado: “en el azar, los resultados obtenidos en el pasado no cambian, ni determinan los resultados que obtendremos en el futuro, las probabilidades siguen siendo las mismas”.

Está muy extendida también la hipótesis del mono mecanógrafo, un mono infinito que teclea de forma azarosa en una máquina de escribir y en algún momento ese mono o un gran equipo de monos acertaría a escribir El Quijote, las obras completas de Shakespeare y cualquier otro texto que podamos imaginar, ya escrito o por escribir.

Martin Gardner presentaba el mismo problema de forma matemática y sugerente, pues no invocaba la participación de animales irracionales en la “reescritura” de Cervantes o de Shakespeare: apelaba a una serie infinita de decimales auténticamente aleatorios, para lo que requería sólo hacer una muesca muy precisa en una barra de metal que señale un punto con la cantidad precisa de decimales como para contener codificada numéricamente toda la enciclopedia. Habría bastado con llevarse una fórmula similar a la que genera los decimales de pi.

En cuanto a los monos mecanógrafos, es una idea ampliamente extendida, pasando por la webcómic Goats, en una de cuyas entregas aparecen dos monos en conversación con un gallo que calificaba de “perturbadora alucinación” el hecho de que uno de los monos hubiera escrito anticipadamente la respuesta a la primera y absurda pregunta que el gallo les formuló, y hasta en un capítulo de los Simpson aparece un ejército de monos al servicio del aborrecible Mr. Burns que escriben azarosamente lo que debería acabar siendo la “novela más grande de la historia”. Y una vez más encontramos un dato que pone en cuestión la mera posibilidad de que los monos escriban algo con sentido: mil monos escribiendo letras al azar a un ritmo de 100 caracteres por minuto podrían probablemente escribir la palabra «banana» en unas seis semanas. Un mono tiene una probabilidad entre 26 de escribir correctamente la primera letra de Hamlet, mientras que la probabilidad de que escriba bien las dos primeras letras es de 1/676. Las 20 primeras letras escritas correctamente exigirían nueve mil novecientos veintiocho cuatrillones de intentos; teniendo en cuenta que el texto completo de Hamlet contiene 130.000 letras, es fácil imaginar lo improbable que es que ocurra que los monos escriban todo Hamlet tal como Shakespeare lo escribió.

El ingeniero informático estadounidense Jesse Anderson, experto en tratamiento de datos, dejó constancia en su blog personal, en la entrada del 13 de octubre de 2021 (“Ten Years On–The Million Monkeys Project”), de haber acometido una empresa consistente en crear una legión de monos virtuales a los que puso a trabajar en la producción aleatoria de textos, controlados por un programa en sí mismo analfabeto que analizaría si en el texto producido por los monos había alguna parte que se correspondiera con cualquier palabra del idioma inglés y, a la vez, apareciera en alguna o varias de las obras de Shakespeare. En las propias palabras de Anderson, acabó afirmando: “hace diez años recreé azarosamente todas las obras de Shakespeare”. Anderson difundió el proyecto y sus resultados a los principales medios de comunicación, cosa que formó mucho revuelo mediático aunque fuera completamente mendaz, pues no resulta aceptable que sus monos virtuales recrearan las obras de Shakespeare.

RTVE dio cuenta de tal supuesta proeza en su edición del 27 de septiembre de 2011, añadiendo una muy relevante información que nos permite evaluar la veracidad de lo sostenida por Anderson: si el experimento se hubiera hecho con monos de verdad, los animales habrían tardado mucho más de la actual edad del Universo en completar las obras de Shakespeare. La edad del universo tras el Big Bang se sitúa, según consenso científico, entre 13.761 y 13.835 millones de años la tarea apenas habría sido iniciada por las culturas y civilizaciones humanas, incluyendo las prehumanas formadas por los primeros primates que abandonaron la vida arborícola y, bajando a tierra firme, se apartaron hace sólo siete millones de años de la línea evolutiva que los hermanaba con el resto de primates superiores, iniciando la línea que condujo al homo sapiens sapiens y a la civilización actual. Es decir, todo lo que va desde la escena en que unos monos trituran huesos, matan luego a golpes a otro mono y finalmente uno de ellos lanza al aire el hueso utilizado como arma, que acaba en fundido cinematográfico con la nave de 2001, una Odisea del espacio, genialmente calificada por la crítica como “la elipsis temporal más abrupta de la historia del cine”. Desde el referido episodio de los monos, hace todo lo más siete millones de años, ni ha habido suficientes monos ni ha transcurrido el tiempo preciso como para haber culminado una tarea que hubiera exigido miles de millones de monos y miles de millones de años.

Por otra parte, sostener que el encuentro de todas las palabras utilizadas en una obra acredita el haber reescrito esa obra es lo mismo que sostener que hemos reconstruido las pirámides de Egipto con sólo haber encontrado las canteras de las que sus piedras procedían, y valga lo mismo para el Partenón, las puertas de Ishtar o el acueducto de Segovia. Y situando a miles de gatos virtuales frente a un pasillo infinito de teclas de piano virtuales organizadas en octavas, el discurrir de los gatos infinitos por dicho pasillo en poco tiempo habría dado con toda la música escrita y, una vez más, con la que aún está por escribir. Ejemplos semejantes surgen de forma incontenible: todas las partidas de ajedrez jugadas y por jugar, todas las leyes, resoluciones judiciales y, de forma muy sencilla y ajustada a cadenas de nueve caracteres –en este caso, dígitos-, todos los números de teléfono contenidos en todas las guías telefónicas de cada pueblo y ciudad del planeta, del presente, el pasado y el futuro.

Y todo para encontrar que Émile Borel, en su obra de 1913 La mécanique statique et l’irréversibilité, nos hacía la siguiente y olvidada proposición:

Imaginemos que hemos entrenado un millón de monos para pulsar aleatoriamente las teclas de una máquina de escribir y que, bajo la supervisión de capataces analfabetos, estos monos mecanógrafos trabajan ardientemente diez horas al día con un millón de máquinas de escribir de varios tipos. Los capataces analfabetos recogerían las hojas mecanografiadas y las encuadernarían en volúmenes. Y al cabo de un año se encontraría que estos volúmenes contienen la copia exacta de libros de todo tipo y en todos los idiomas guardados en las bibliotecas más ricas del mundo. Esto supone la probabilidad de que se produzca durante muy poco tiempo, en un espacio de cierta extensión, una desviación notable de lo que la mecánica estadística considera el fenómeno más probable. Suponer que esta desviación se mantenga durante unos segundos es admitir que, durante varios años, nuestro ejército de monos mecanógrafos, siempre trabajando bajo las mismas condiciones, suministrará cada día una copia exacta de todos los impresos, libros y periódicos que aparecerán la semana siguiente en toda la superficie del globo. Es más sencillo decir que estas desviaciones improbables son puramente imposibles.

Es muy de resaltar el hecho de que los capataces que Borel imaginó hubieran de ser necesariamente analfabetos y que la página web donde está archivado el artículo de Borel que cito lleve por nombre HAL, tal como se llamaba el ordenador central de la nave de 2001, odisea del espacio, nombre que, a su vez, nos conduce a IBM, acrónimo al que restando un lugar a cada letra en el alfabeto conduce directamente de IBM a HA, aunque esa no fuera la intención ni de Arthur C. Clarke ni de Kubrick y, de hecho, las letras HA son el acrónimo de “heuristic algorithm”, no la degradación de IB en un rango del alfabeto.

Quien sostiene que no sea dado afirmar que el azar no tiene memoria no por ello sostiene que sí la tiene, pues tan infundada e inconsistente es la negación como la afirmación al respecto. Pero sí sabemos que el azar, de forma inevitable, acaba rompiendo la ordenada monotonía de una moneda que lanzada al aire sucesivamente da como resultado siempre cara o siempre cruz, pues esa reiteración conforma un patrón ordenado y, por tanto, no aleatorio.

Bien considerada, la propia frase “el azar no tiene memoria” es absurda; la RAE define el término absurdo como “dicho o hecho irracional, arbitrario o disparatado”; sostener que el azar no tiene memoria resulta irracional y arbitrario al provenir de quienes desconocen la naturaleza y propiedades del azar, mientras que sostener que una moneda pueda arrojar quinientos resultados cara, incluso cinco mil, y seguir en disponibilidad de arrojar una nueva cara a la tirada siguiente, incurre en el aspecto “disparatado” de la definición de la RAE: no hay constancia de ningún suceso estocástico que haya producido una serie de resultados iguales como los 26 números negros seguidos que se dice que salieron en una ruleta de Montecarlo.

Sólo la voluntad de escribir El Quijote pudo imponerse a la conocida voluntad entrópica del azar en el sentido de romper cualquier atisbo de orden, consista éste en la agrupación de números en cadenas de dígitos iguales o en el orden esperado por el observador en relación con Hamlet o con cualquier otra obra que haya escrito alguien alguna vez, la esté escribiendo en este momento o la vaya a escribir en el futuro. El Quijote azaroso exigiría que el azar, en contra de cuanto sabemos, hubiera obrado voluntariamente con una finalidad bien concreta y eso exigiría atribuir al azar no sólo desmemoria sino inteligencia y voluntad. Por otra parte, resulta teóricamente inaceptable que surgiera de entre el caos cualquier obra literaria al primer intento; habría exigido tal empeño una serie también infinita de balbuceos quijotescos antes de dar con el texto definitivo, lo que nos conduce a un sucesivo y creciente número de infinitos en el primero de los cuales apareciera una sola frase, habiendo de esperar a otro infinito u otra parte de un mismo infinito en que apareciera la siguiente, y así sucesivamente hasta que se diera con un infinito recursiva e infinitamente infinito que contuviera toda la obra de principio a fin. Todo lo anterior, además, dejando de lado que no encontramos atisbo alguno de balbuceo quijotesco en lo que está a nuestro alcance estudiar de los decimales de pi. De hecho, ni siquiera hemos encontrado las tres primeras palabras de la primera frase, que no es que sea especialmente complicada: “en un lugar”.

Está muy difundida y fuertemente asentada la creencia de que el azar es un joven que se quiere a sí mismo forever young, narciso indolente instalado en la quietud del más de lo mismo. Desmemoriado como un recién nacido, como un demente, cuanto ocurrió en el pasado nada tiene que ver con su conducta presente ni futura. Rota la diacronía de los sucesos, rota la razón profunda que los conecta y explica, nos abandonamos al caos.

Conocer el azar implica conocer el futuro, terreno tradicionalmente reservado a los dioses pues los dioses predeterminan el futuro y controlan a su antojo el azar, y quien se adentra en tales determinaciones incurre en la hybris griega, la desmesura del hombre que quiere ser dios o se jacta vanamente de conocer la voluntad de los dioses.

Si todo el mundo presente y futuro está escrito en los infinitos números decimales de pi, entonces esos decimales vendrían a ser una imagen especular y codificada del universo, con todos sus escritos, su música, sus ruidos, colores y galaxias, y en tal caso los decimales de  aparecerían no como la consecuencia del mundo creado sino como el guion latente que se siguió para crear el universo y poner en marcha el tiempo o, alternativamente, una vez conocido todo lo creado, se habría encriptado en los decimales de pi todo lo conocido y lo por conocer. Si el azar tiene en sí mismo codificado el pasado, el presente y el futuro entonces nos adentramos resueltamente en la metafísica: el azar es Dios y se expresa a través de un supremo algoritmo inalcanzable que genera los decimales de pi. Nos adentramos en la Teología, el único lugar en que tiene sentido la afirmación “el azar no tiene memoria” pues fuera de dicho espacio metafísico la frase carece completamente de sentido.

Definitivamente, el azar no es Dios ni el número pi es su profeta. Tenemos que seguir estudiando el azar antes de afirmar que no tiene memoria.

1 José Muñoz Clares, Azar. Del dogma a los hechos, DM. Murcia abril 2024

2 El Diario de Mallorca, en su edición del 14 de marzo de 2023, elevó dicha cifra erróneamente a 31 trillones, producto de una equivocada traducción del término “trillion” que, por difícil que resulte entender, no significa en inglés trillón sino billón, así como billion, en inglés, significa mil millones y no equivale a nuestro billón, que sí significa millón de millones. La imperial resistencia británica a aceptar el sistema métrico decimal condujo a este singular exponente de lógica pasada por la trituradora.


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