“Indiferente a todo en apariencia, disimulaba su mirada tras los cristales oscuros de sus gafas, que no se quitaba ni siquiera en la oscuridad. Era el indiscutible catalizador del grupo, su sola presencia tenía la virtud de motivar a sus tropas, a las que incitaba a buscar ideas originales, que luego podía aprovechar o no. Pero sus emociones se enfriaban con la velocidad del rayo: inmediatamente después de un furtivo clímax de entusiasmo, se abatía el desencanto. Al final, pocas veces reinaba la euforia. Los miembros de The Factory lo habían rebautizado como Drella: un personaje mitad Drácula, mitad Cenicienta (Cinderella, en inglés) con «voz Bouvier». El apodo le sentaba como un guante”.
Jean-Noël Liaut, Andy Warhol, 2021
(Junto a Joseph Beuys) Andy Warhol fue el artista más influyente, icónico y popular de su época; todavía hoy continúa su influjo en el mundo artístico. Ningún artista ha concentrado tanta capacidad de producción en los diversos campos artísticos (cine, escultura, pintura, música…). A principios de 1964 Warhol traslada su estudio a una antigua fábrica situada en el número 231 de la calle 4 Este con la calle 7, en Manhattan, conocida como la “Factory”. Un espacio ideal para crear Arte desde la óptica industrial, popular y consumista que Warhol combinaba con una perspectiva crítica a través de lo camp y el minimalismo en una suerte de paradoja artística que funcionaba de una manera perversa, transversal y poderosamente atractiva. Si a esto unimos la homosexualidad y el profundo sentimiento religioso católico de Warhol la mezcla era explosiva.
La Factory se convirtió en un refugio donde cierto tipo de personas podían llevar la prototípica vida de los sesenta: balas perdidas, aristócratas decadentes, pijos con ínfulas artísticas, bohemios neoyorquinos, pseudohippies proto-new-age, beatniks tardíos… experimentaban con drogas, poesía, música, cine, moda, sexo… en una suerte de laissez faire, laissez passer. El filósofo y crítico de arte Arthur Coleman Danto hizo un paralelismo muy acertado con Rabelais y la abadía de los thelemitas (difundida, desarrollada y fundada como “religión” por Aleister Crowley): “La Factory era una especie de Abadía de Thelema, cuyo lema era Fais ce que tu voudras («Haz lo que quieras»). En la abadía de Rabelais, hermosas parejas seguían las sendas del amor sexual hacia donde les llevasen. La gente que acudía a la Factory era, por lo general, guapa, pero también perdida, de modo que lo que poseía era, en el mejor de los casos, una suerte de «pis glamour», según la descripción atribuida a Edie Sedgwick, el paradigma de la superestrella de Warhol”.
Entre toda esta flora y fauna se encontraba el célebre grupo The Velvet Underground, con los grandiosos John Cale y Lou Reed al frente de la banda. Dos personalidades arrolladoras que al terminar la grabación del segundo álbum (el tremendo y experimental White Light/White Heat, ya sin la figura de Warhol) se separaron. Cuando Valerie Solanas disparó a Warhol, Lou Reed se volvió paranoico pensando que John Cale intentaba boicotearle e interponerse en su camino hacia el estrellato de su banda de rock. Cale ha sido un músico mucho más creativo, profesional y disruptivo que Reed, pero tenía un concepto tan artístico de la música (en cuanto llegó a Nueva York de su Gales natal entabló relación con los músicos experimentales La Monte Young, Terry Riley e incluso John Cage) que era incompatible con el tono más accesible que quería Reed en aquel momento. Se volvieron a reunir 4 años despues en el Bataclan de París junto a Nico (que participó en el primer disco de la Velvet producido por Warhol), pareciendo que había un acercamiento, pero Cale y Reed siguieron con sus carreras en solitario de manera paralela.
En Febrero de 1987 muere Andy Warhol. En el funeral que se celebró en la catedral de San Patricio de Nueva York el 1 de Abril (día de los inocentes en EEUU) John y Lou se volvieron a encontrar y cada uno, por separado, pensaron en componer una pieza musical en homenaje a Andy. En Mayo del 88 Cale había terminado de escribir varias composiciones musicales de unos 4 minutos cada una en homenaje a Warhol, su particular Requiem. Llamó a Reed y éste se ofreció a poner letra a las composiciones. El realismo sucio y poético de Reed junto a su voz inexpresiva, famélica, displicente y ese acento tan brutalmente neoyorquino maridaban a la perfección con las partituras de Cale. Volvían a encontrarse. El artista dandi decadente y el poeta underground maldito se pusieron al tajo.
El resultado fue el mejor disco homenaje que jamás se ha hecho. Una suite claroscura y elocuente de canciones que, como si fuera un libro, va exponiendo los acontecimientos de la vida de Andy, interpretados y cantados por Lou y John. Dos décadas de distancia, el peso de los años y los avances técnicos (que permitieron a Reed utilizar toda una gama de efectos sonoros y tocar guitarras perfeccionadas electrónicamente mientras Cale trabajaba en teclados asistidos por ordenador) no impidieron la resurrección de aquel sonido de los sesenta. Grabaron sus improvisaciones, aislaron riffs y los utilizaron como punto de partida para las diferentes piezas. Cale moldeó firmemente la música que habían compuesto para que se ajustara a la estructura de los textos. La elección del cantante para los diversos temas estuvo dictada por la música: cuando el acompañamiento instrumental dificultaba demasiado el canto, el otro músico tomaba el micrófono. El minimalismo de Cale sintonizó a la perfección con la guitarra quejumbrosa y distorsionada de Reed. Estaban en plena conexión y experimentaron con la música sintética e incluso espacial. Los patrones hipnóticos de Cale habían encontrado su camino de regreso al subconsciente de Reed, que toca (casi) mejor que nunca en su carrera.
Una joya que brilla con los colores vivos, llamativos y ácidos de Andy. Amarillos cromos, rojos emborronados, azules turquesas, verdes chillones… y siempre el blanco y negro, lo que no se ve ni se verá jamás. Una luz tenue que no llega a iluminar del todo la escena.
Menú y maridaje
Menú degustación con múltiples platos. Abrimos boca con unos canapés de paté en tres texturas. Acompañamos con un oloroso de Jerez. Nigiris crujientes de toro y parpatana. Acompañamos con sake (caliente o frío). Tartaleta de kimchi y sardina en escabeche. Vino blanco del Penedés. Aguachile de pez limón y crocante de bacalao. Saam de papada ibérica. Vino tinto de León (preferiblemente Godello). Carpaccio de vaca madurada, yema curada y salsa tártara. Arroz de Calasparra meloso con verduras, alioli de azafrán y ñora. Vino a elegir: blanco treixadura o tinto garnacha. Terminamos con bizcocho de pistacho y ron con crema de chocolate blanco. Hay que tomarse (al menos) un Manhattan.
Compañía
Ejemplar para homenajear las buenas relaciones sociales, vivas o muertas. Sería fantástico que sonase como hilo musical en los asépticos, desapasionados y fríos tanatorios.
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