Lo que entendemos hoy como infancia es una creación históricamente muy reciente. El historiador Philippe Ariès lo analiza de manera exhaustiva en su monumental libro El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, exponiendo como a lo largo de la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XVIII los niños convivían y participaban de la vida adulta desde una edad muy temprana. La educación estaba garantizada por el aprendizaje, los niños aprendían oficios útiles para ayudar a los adultos. La familia nuclear endogámica como la conocemos ahora no existía. Los intercambios afectivos y las comunicaciones sociales con respecto a los niños se llevaban a cabo fuera de la familia de origen, en un ambiente compuesto por vecinos, amigos, ancianos, sirvientes… conjuntos sociales comunitarios, extensos, gremiales y corporativos. Debido a la enorme tasa de mortalidad infantil y a la rápida independencia lejos de la familia originaria, la presencia del niño en la familia y la sociedad era tan breve e insignificante que no había tiempo ni ocasiones para que su recuerdo se grabara en la memoria y sensibilidad de la gente. Philippe Ariès hace un apunte: “Sin embargo existía un sentimiento superficial hacia el niño —que yo he denominado el «mimoseo» (mignotage)— reservado a los primeros años cuando el niño era una cosita graciosa. La gente se divertía con él como si fuera un animalillo, un monito impúdico. Si el niño moría entonces, como ocurría frecuentemente, había quien se afligía, pero por regla general no se daba mucha importancia al asunto: otro le reemplazaría en seguida. El niño no salía de una especie de anonimato”. Hoy el mimoseo no sólo se ha mantenido, sino que copa y abarca todo el proceso de crianza desde la más tierna infancia hasta la adolescencia (o más allá) y el anonimato del niño ha dado un giro de 180 grados para convertirse en alguien famoso, popular, nuclear, siendo el centro de atención universal de la familia donde todo gira alrededor de su figura. El mimo y el histrionismo son dos de las características fundamentales de las personalidades infantiles. Por supuesto esto no sólo afecta a los niños, va mucho más allá; se ha convertido en la ideología dominante desde la infancia hasta la senectud.
“El infantilismo en Occidente nada tiene que ver con el amor por la infancia sino con la búsqueda de un estado fuera del tiempo en el que se esgrimen todos los símbolos de esta edad para embriagarse y aturdirse con ellos. Se trata de una imitación, de una usurpación exagerada, y descalifica la infancia tanto como pisotea la madurez y prolonga una confusión perjudicial entre lo infantil y la travesura. El bebé se convierte en el porvenir del hombre cuando el hombre ya no quiere responder del mundo ni de sí mismo”.
Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia, 1995
Spoiler es un anglicismo que viene del verbo inglés Spoil, el cual tiene dos significados: el primero es obviamente arruinar, estropear o echar a perder, y el segundo es mimar, malcriar, consentir. Una palabra perfecta que aúna tanto el infantilismo cultural como el sentimentalismo victimista identitario. La preocupación por los spoilers se tornó en histeria colectiva con la aparición masificada de series de televisión en infinidad de plataformas. Esta histeria también se suele trasladar a libros o películas. El spoiler prioriza el qué con respecto al cómo. No interesa cómo está contada una historia sino lo que ocurre (normalmente al final). La experiencia narrativa debe estar supeditada al twist final, al giro de guion que te deja con la boca abierta, como la cara que pone un crío cuando ve algo que le asombra. No importa si la forma de contarlo ha sido repetitiva, normativamente accesible o vulgarmente ramplona. Tiene que ser fácil de digerir, como a los bebés hay que ofrecer papillas sin grumos, sin tropezones que hagan bola, sin mucha exigencia intelectual, narrativas planas para encefalogramas planos. La preocupación por los spoilers con respecto a este tipo de narrativas facilonas es una contradicción: si todo es tan obvio, sencillo y aparentemente claro también es fácil adelantarse al efectismo final, conocer la solución de antemano o al menos suponer cómo va a acabar el último gran éxito de la década. Ya lo escribían Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, en el apartado La Industria cultural. Ilustración como engaño de masas: “Se puede siempre captar de inmediato en una película industrial y masificada cómo terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado”. Esta contradicción todavía es más exagerada con la cantidad de precuelas, secuelas, biopics y remakes que se publicitan hoy. ¿Cómo va a acabar un biopic sobre Freddie Mercury o Elvis? ¿Y la eterna saga de Star Wars? ¿Titanic? ¿Aquaman? ¿Napoleón? ¿Super Mario? Es realmente complejo adivinar el final de estas obras maestras… Entonces ¿por qué la obsesión por los spoilers?
Los críos se suelen aburrir pronto de todo, cualquier actividad de más de cinco minutos supone un hastío enorme; hay que entretenerlos con pildoritas diversas: actividades cortas, rápidas, explosivas, dinámicas y, sobre todo, novedosas que ofrezcan saciar su apetito irreflexivo, histriónico e instintivo. El mundo cibernético analiza, desarrolla e implanta esta rutina de manera precisa a todos los usuarios. Videos de no más de un minuto, mensajes, frases o párrafos no muy largos que se lean rápido, hyperlinks, reuniones online con más de 100 personas, billones de memes sobre tal o cual cosa… Redes sociales, espacios virtuales, videojuegos, plataformas digitales y sus múltiples dispositivos necesarios para su uso hacen hincapié en la novedad. La curiosidad, la inquietud o el interés han sido sustituidos por lo puramente novedoso. ¿Cuál es la diferencia sustancial entre el videojuego 1.0 y el 2.0? ¿Y la precuela del último blockbuster de su secuela? ¿En qué se diferencian los 10 últimos bestsellers recomendados como lecturas vacacionales? Quizás todos compartan el mismo spoiler. Por lo tanto la obsesión con respecto a los spoilers es que “fastidian el final de la última novedad”. Lo novedoso es importante para sentirse “aceptado” socialmente, hay que mantener conversaciones vacuas en el trabajo u ocio (¿son lo mismo?) sobre los últimos estrenos de todo tipo de primicias pseudoculturales. Da igual que las novedades sean repeticiones narrativas de lo mismo. La última serie o novela histórica es exactamente igual que la de terror o el thriller taquillero. Un poco de maquillaje y los peces consumistas se lo tragan todo con la misma avidez que la primera vez. Es siempre el mismo descubrimiento, una y otra vez. La memoria cultural de pez, en lugar de ser una maldición, es para estos peces una suerte, que transforma la repetición en novedad y la estrechez de una cárcel virtual en un mundo cultural infinito. La mirada del niño es, por definición, distraída. Es normal, está evaluando el mundo por primera vez, se sorprende, se asombra, se pasma ante diversas vicisitudes. El problema radica en la mitificación de esta mirada pueril proponiendo consignas absurdas a los adultos como “hay que sorprenderse como un niño”, “sonreír con la pureza de un niño”, “tener la mirada limpia de un niño”… ¿Mirada limpia?, ¿pureza?… Tratemos de no idealizar el periodo de la infancia (un periodo que muchas veces es oscuro, cruel e incluso traumático y solemos sublimar de forma capciosa); no hace falta excusarse en “ser como un niño” para vivir en una estulticia happycrática. A este ritmo vamos a regresar al hogar primigenio, a la comodidad irresponsable e inconsciente, a la placenta; de hecho el nivel cultural de mucha gente es tan sólo placentario.
Basar toda experiencia artística en el qué, esto es, en el final de la obra explicativo que a modo de oráculo nos da las respuestas que queremos para saciar las incertidumbres que algunas obras proponen, es un reflejo del sistema económico. Todo debe ser rentable. Hay que tener beneficios. Si no hay ganancias ¿de qué sirve? Si no me explicas lo que veo o leo ¿para qué lo veo o leo? Te lo tienen que explicar, no puedes tú indagar, interpretar, plantearte preguntas… hay que dártelo todo masticado, procesado, casi digerido, como las aves a sus polluelos, como la pedagogía docente a los nenes. Es curioso como al mismo tiempo se nos bombardea con mantras new age orientalistas cuyos mensajes hipócritas deglutimos con ingenuo candor: “Lo importante es el viaje, no el destino”, “el beneficio se saca de la propia experiencia”, “no busques explicaciones donde no las hay”, “si el problema tiene solución ¿de qué te preocupas? Y si no tiene solución ¿de qué te preocupas?”. Budismo para dummies neoburgueses 2.0 que nos revitaliza moralmente pero que no aplicamos a nada. Frases tan vacías como las tramas de la mayoría de obras consumidas que la Industria Cultural cataloga, puntúa y rentabiliza para sus nichos de manera uniforme. Esta uniformidad crea narrativas que tratan de duplicar, expresar o plantear fórmulas universales que se reflejen en la vida cotidiana de los espectadores-lectores-bebés. De nuevo Adorno y Horkheimer dan en el clavo: “El mundo entero es conducido a través del filtro de la industria cultural. La experiencia del espectador de cine, que percibe el exterior, la calle, como continuación del espectáculo que acaba de dejar, porque este último quiere precisamente reproducir fielmente el mundo perceptivo de la vida cotidiana, se ha convertido en el hilo conductor de la producción. Cuanto más completa e integralmente las técnicas cinematográficas dupliquen los objetos empíricos, tanto más fácil se logra hoy la ilusión de creer que el mundo exterior es la simple prolongación del que se conoce en el cine”. Por eso el spoiler es tan importante; en el fondo las obras consumidas son imágenes especulares de la propia vida del espectador-lector-bebé, es decir, el spoiler no sólo fastidia la última novedad con la que perder el tiempo hablando en la oficina, de copas o en la cama; también estropea su vida, su propia película o novela hecha con retazos de multitud de obras pueriles, previsibles, anodinas, espoileadas de antemano. El spoiler es una intrusión en su intimidad, en sus gustos, en su vida cinematográfica o novelada. Le revienta el final o el propósito de su propia vida. El spoiler es una excusa más para victimizarse, exigir daños y perjuicios, ofenderse mediante rabietas infantiles y moralizar de manera identitaria y esencialista (como hace todo buen folletín del siglo XXI).
En el libro Un silencio menos. Conversaciones con Mario Levrero el escritor uruguayo dice lo siguiente con respecto a las novelas policíacas (folletines) en una entrevista imaginaria hecha por él mismo: “El problema insoluble de la novela policial es que debe ser necesariamente una novela “cerrada”, los enigmas planteados deben quedar perfectamente resueltos, porque si no la novela fracasa y produce ira, o un sentimiento de estafa, o ambas cosas. Y una novela “cerrada” deja una sensación de vacío, porque no tiene la menor capacidad de movilizar al lector. Te angustia, y te saca la angustia que te creó; no te deja una angustia libre que puedas aprovechar para modificar tu vida como sucede con la verdadera Literatura”. Es decir, el consumo de la baja cultura folletinesca genera en sí mismo la necesidad de una resolución, de un final “cerrado”, clausurado, sin matices; que a su vez deja una sensación de vacío, de oquedad, de algo realmente insustancial, sin poso, sin relecturas… una narrativa, en definitiva, prescindible (un claro ejemplo de esto, manteniendo el adjetivo policial relativo a los folletines que propone Levrero, sería la sobrevaloradísima película Seven (1995), del director igualmente sobrevalorado David Fincher).
La cuestión es la de siempre: cultura de masas, alta y baja cultura, mainstream, convencional, vulgar vs extraordinario, insólito, alternativo… ¿son términos estancos? ¿evolucionan? ¿existen diferencias acaso? Hoy la mayoría de productos culturales son moldeados desde una visión infantilizada. Paradójicamente las sociedades “desarrolladas” están viviendo un claro invierno demográfico. ¿Hacia qué niños van dirigidos esos productos? A todos. Todos somos niños, adolescentes, jóvenes. Peter Pan es el modelo a seguir. En su libro Conversaciones con Fellini Giovanni Grazzini habla con el director italiano y le pregunta sobre los jóvenes, éste responde: “No sé quiénes son ni cómo son. No los conozco, no sé dónde están ni qué hacen. Por cierto podría tratar de saber todo esto pero ¿no es bastante horrible una necesidad de este tipo? Me pregunto qué habrá ocurrido en determinado momento, qué especie de maleficio habrá caído sobre nuestra generación que de pronto se consideró al joven como al mensajero de quién sabe qué verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes… Parecía que hubiesen llegado en astronaves… Lo saben todo, no les digamos nada más, no los confundamos con nuestra ignorancia, nuestros errores… Sólo un delirio colectivo puede habernos hecho considerar como maestros y depositarios de todas las verdades a muchachos de quince años”. Estamos anclados en la juventud eterna, en el mocosismo del kindergarten. Caprichosos, solipsistas, ofendidos, mimados, distraídos y banales. La ley de la oferta y demanda cultural está clara. El spoiler cae por su propio peso.
“Así pues, la barbarie ha acabado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran palabra, crece la intolerancia, al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad cultural la que encierra al individuo en su ámbito cultural y, bajo pena de alta traición, le rechaza el acceso a la duda, a la ironía, a la razón —a todo lo que podría sustraerle de la matriz colectiva—, es la industria del ocio, esta creación de la era técnica que reduce a pacotilla las obras del espíritu (o, como se dice en América, de entertainment). Y la vida guiada por el pensamiento cede suavemente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del fanático y del zombie”.
Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, El zombie y el fanático, 1987
Asi es, todo en bandeja y sin esfuerzo, lo que nos espera. Sin duda gran parte de la culpa la tiene la sociedad que hemos creado. Ellos son poco menos que víctimas.