“Hoy os traigo un estupefaciente procedente de los límites de la conciencia, de los confines del abismo. Hasta ahora, ¿qué es lo que habéis buscado en las drogas sino una sensación de fuerza, una embustera megalomanía y el libre ejercicio de vuestras facultades en el vacío? El producto que hoy tengo el honor de presentaros procura todo esto, además de considerables e inesperadas ventajas; trasciende vuestros deseos, los suscita, os permite acceder a nuevos deseos, disparatados; no lo dudéis, son los enemigos del orden quienes ponen en circulación este filtro de lo absoluto. En secreto, lo pasan ante los ojos de los guardianes, en forma de libros, de poemas. El anodino pretexto de la literatura les permite ofreceros, a un precio que desafía a todo competidor, ese fermento mortal; y es que ya ha llegado el momento de que su uso se generalice. Es el genio embotellado, la poesía en lingotes de oro. Comprad, comprad la condena de vuestra alma, por fin os perderéis. He aquí la máquina que desencadenará la zozobra en vuestro espíritu. Anuncio al mundo esta noticia de primordial trascendencia: un nuevo vicio acaba de nacer, una nueva fuente de vértigo para el hombre: el Surrealismo, hijo del frenesí y la sombra. Entrad, entrad, aquí comienzan los reinos de la instantaneidad”.
Louis Aragon, Discurso de la imaginación, El pasaje de la Ópera, 1924
Surrealismo: sustantivo, masculino
Infinidad de veces leo o escucho calificar como surrealista cualquier situación aparentemente rara, fuera de lo común, sin explicación racional o que provoca cierta extrañeza, ya sea en el Arte o en la vida cotidiana. Quienes aplican ese adjetivo ¿saben qué significa surrealista? ¿Han leído los Manifiestos de André Breton? ¿Sabrían diferenciar entre surrealista, kafkiano y dantesco? Hace 100 años André Breton comenzaba así su definición canónica en su Primer manifiesto del surrealismo: “Surrealismo: sustantivo…”, a saber, el surrealismo es un nombre, no un adjetivo (valga la perogrullada). En su conferencia Situación surrealista del objeto. Situación del objeto surrealista, Breton indica lo siguiente: “Quiero hacer constar que en la expresión «objeto surrealista», tomo la palabra objeto en su más amplio sentido filosófico, despojándola temporalmente de la particularísima acepción que ha tenido entre nosotros durante los últimos tiempos”. El surrealismo es una filosofía en su sentido más amplio, una cosmovisión, una vanguardia que nos interpela apelando al inconsciente, una revolución erótica, irracional y poética de la vida. No se puede reducir el apelativo surrealista a una calificación estanca supuestamente sinónima de absurdo, friki, ridículo o fantástico. Ya lo advertía Breton en la misma conferencia: “El mayor peligro que actualmente amenaza al surrealismo quizá radique en el hecho de que en virtud de la rápida difusión mundial que súbitamente ha experimentado, su nombre ha tenido más pronta aceptación que la idea que lo inspira, pese a nuestros esfuerzos para que así no fuera, por lo que una serie de producciones de toda laya, más o menos discutibles, se han colocado la etiqueta surrealista”. Si todo es surrealista, nada lo es.
“Surrealismo: sustantivo, masculino…” continuaba Breton. Es un nombre masculino. El surrealismo fue un movimiento patriarcal y excluyente-sublimador de la mujer. En este sentido se puede afirmar que fue un movimiento claramente reaccionario. Las mujeres que formaron parte del movimiento surrealista fueron invisibilizadas y marginadas, tan sólo recuperadas mucho más adelante. La fórmula surrealista de “emancipación” femenina era simple: musa-modelo-amante. No podían salir de esos roles y si salían eran ridiculizadas o directamente aisladas. Figuras tan nucleares como Remedios Varo (exiliada en México junto a Benjamin Péret), Maruja Mallo (perteneciente a las Sinsombrero), Claude Cahun (de la que se reían cuando llevaba a cabo sus performances andróginas y transgresoras, aunque Breton sí la homenajea en su conferencia en Bruselas de 1934), Meret Oppenheim (eclipsada por su pareja, Max Ernst), Greta Knutson (eclipsada por su marido, Tristan Tzara) o Leonor Fini (quizás la más independiente pero igualmente arrinconada) fueron desprestigiadas y utilizadas como simples mascotas o “musas”. Esto tenía que ver con la visión sublimada y mistificada que tenían los surrealistas ortodoxos sobre la mujer. Para ellos la figura femenina era una hechicera, una suerte de maga o nigromante (queda evidenciado en El amor loco y Nadja de André Breton). A esta concepción retrógrada se le unía una excesiva romantización de la mujer como objeto perfecto y casi divino, un ser sin agencia, siempre como objeto del deseo masculino, nunca como un sujeto con deseo propio (La mujer y el pelele de Pierre Louÿs llevada al cine por Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo son claros ejemplos). Todo esto enlaza con una interpretación regresiva de Baudelaire y sus Flores del mal (obra mucho más feminista de lo que los surrealistas pudieron entender) y, por supuesto, la influencia de Freud (misógino y homófobo par excellence). Como la mayoría de movimientos vanguardistas de principios del siglo pasado, el surrealismo relegó a la mujer a posiciones mitificas e idealizadas, que al mismo tiempo actuaban como represión, sin generar los espacios para que pudieran expresarse en plenitud de igualdad y libertad a sus homólogos masculinos.
Precursores, ortodoxos y heterodoxos
Todo comienza en el Cabaret Voltaire de Zúrich, donde se formaría el movimiento dadaísta en 1916 (Lenin vivía enfrente). El gurú del dadaísmo fue Tristan Tzara, que escribió los 7 Manifiestos DADA. El Manifiesto del señor antipirina comienza: “DADA es nuestra intensidad: que erige las bayonetas sin consecuencia la cabeza sumatral del bebé alemán; DADA es la vida sin pantuflas ni paralelos; que está en contra y a favor de la unidad y decididamente contra el futuro; sabemos sensatamente que nuestros cerebros se convertirán en cojines blanduzcos, que nuestro antidogmatismo es tan exclusivista como el funcionario y que no somos libres y gritamos libertad; necesidad severa sin disciplina ni moral y escupamos sobre la humanidad. DADA permanece dentro del marco de las debilidades europeas, es una cochinada como todas, pero de ahora en adelante queremos zurrarnos en diversos colores para ornar el jardín zoológico del arte de todas las banderas de los consulados. Nosotros somos directores de circo y chiflamos por entre los vientos de las ferias, por entre los conventos, prostituciones, teatros, realidades, sentimientos, restaurantes, uy, jojo, bang, bang.”. La llegada de Tzara a París en 1920 fue un auténtico shock e influyó decisivamente en el surrealismo que comenzó como una imitación dadaísta parisina. La otra gran influencia fue el poeta cubista Guillaume Apollinaire que acuñó el término y lo usó para describir su obra teatral Las tetas de Tiresias (1918), aunque Breton rechazaría el concepto originario de Apollinaire y lo resignificaría: “Como homenaje a Guillaume Apollinaire, que acababa de fallecer, y que nos pareció haberse entregado, en oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrificar empero totalmente los recursos literarios triviales, Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo la nueva forma de expresión pura de que disponíamos, y de la cual nos urgía hacer partícipes a nuestros amigos. Creo que hoy ya no es necesario insistir sobre esta palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos dado ha prevalecido sobre la acepción apollineriana”. Este distanciamiento de Apollinaire iría acompañado de un distanciamiento similar con respecto a Tzara. El dadaísmo era profundamente iconoclasta y estaba en contra de lo académico, lo literario, el concepto de arte, lo canónico… además no pretendía ser sistemático ni normativo, era más bien una provocación, un desafío contracultural hilarante. Se ha comentado con frecuencia que el surrealismo es el dadaísmo sin humor. Digamos que es una suerte de “academización” de la provocación dadaísta que se acaba implantando como una poética literaria y artística más seria, ideológica y canónica. André Breton se erige como su guía y en 1924 publica su Primer manifiesto.
En ese Primer manifiesto Breton define el surrealismo de una vez por todas: “Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con exclusión de todo control ejercido por la razón y al margen de cualquier preocupación estética o moral. Enciclopedia: Filosofía. El surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación que habían sido desestimadas, en la omnipotencia del sueño, en la actividad desinteresada del pensamiento. Tiende a provocar la ruina definitiva de todos los otros mecanismos psíquicos, y a suplantarlos en la solución de los principales problemas de la vida”. En esta definición paródica de diccionario enciclopédico podemos vislumbrar las influencias filosóficas del surrealismo para Breton y los ortodoxos. Pureza e intempestividad del pensamiento que encaja en la intensidad de la vida alejada de patrones estéticos o morales, es decir, una vida filosóficamente nietzscheana: plena, genuina, dionisíaca, opuesta a la habitual y corriente vida vegetativa. Pero el autor que se impone, por encima de todos, de una manera nuclear y fundacional es Freud y su obra (tremendamente popular en aquella época) La interpretación de los sueños. Breton y los primeros ortodoxos (Éluard, Soupault, Péret, Aragon, Vitrac etc.) constituyen sus raíces en el surrealismo a través del psicoanálisis (Breton estudió medicina y desde el principio le atrajo la psiquiatría y el trabajo de Freud): “Estando, por entonces, totalmente absorbido por Freud, con cuyos métodos de examen —que tuve ocasión de practicar sobre algunos enfermos durante la guerra— me había familiarizado, decidí obtener de mí mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir, un monólogo de elocución lo más rápido posible, sobre el cual el espíritu crítico del sujeto no pudiera dirigir ningún juicio; que no estuviera trabado por ninguna reticencia ulterior; que constituyera, en fin, lo más exactamente posible, un pensamiento parlante”. Son los poetas, decía Freud, quienes beben en manantiales que no hemos todavía hecho accesibles a la ciencia, y son ellos los que deben pronunciarse sobre la naturaleza de los sueños. El surrealismo exige la primacía del sueño ante la realidad castrante y restrictiva. Este arraigo en lo onírico freudiano va a generar una suerte de dogma que se enfrentará con otras visiones más heterodoxas.
Entre 1929 y 1930 apareció una revista surrealista heterodoxa llamada Documents dirigida por Georges Bataille. El enfoque de Bataille con respecto al surrealismo era opuesto al de Breton. Bataille interpreta el surrealismo desde la antropología y la etnografía y se centra en sus interpretaciones sobre Nietzsche, la importancia del sacrificio, la religión y la sociología de lo sagrado. En su Segundo manifiesto (1929) Breton ataca a Bataille: “El señor Bataille me interesa solamente en la medida en que se jacta de oponer a la dura disciplina del espíritu a la que nosotros supeditamos directamente todo —y no vemos inconveniente en que Hegel sea considerado el principal responsable— una disciplina que no alcanza ni siquiera a parecer más laxa, pues tiende a ser la del no-espíritu (y es por otra parte allí donde Hegel acecha). El señor Bataille hace profesión de no querer considerar en el mundo sino lo más vil, lo más desalentador y lo más corrompido, e invita al hombre, para evitar ser útil a cualquier cosa determinada, «a correr absurdamente con él —los ojos bruscamente empañados de lágrimas inconfesables— hacia ciertas mansiones provincianas con duendes, más sórdidas que las moscas, más viciosas, más rancias que salones de peinados». Me veo llevado a transcribir estos párrafos porque me parece que no sólo comprometen al señor Bataille, sino también a aquellos antiguos surrealistas que han querido tener libertad de acción para desprestigiarse un poco en todas partes”. El erotismo perverso y sádico de Bataille, y su visión del tabú, lo sangriento, la contaminación y la transgresión anti-hegeliana se consideraron una herejía para la ortodoxia doctrinal surrealista. Breton se fue convirtiendo paulatinamente en el pope del surrealismo, volviéndose más dogmático y vanidoso. Expulsó del movimiento a varios personajes fundamentales: Artaud, Vitrac, Soupault o Dalí, lo cual fue conformando un panorama cada vez más sectario y conservador. El surrealismo entró en cierta decadencia y fue precisamente Dalí quien lo resucitó con su interpretación paranoico-crítica (más cerca de Lacan que de Freud), su reflexión sobre el éxtasis y su tremenda escatología. Si al principio del movimiento la visión ortodoxa de Breton fue la predominante, conforme pasó el tiempo este surrealismo heterodoxo, turbio, escatológico, sucio e incluso (aunque fue un término desarrollado décadas después) abyecto, acabó imponiéndose como paradigma en el Arte del siglo XX (e incluso el XXI).
España. ¿Una, grande y surrealista?
Francia es la cuna del surrealismo, pero España ha sido un nido fecundo de surrealistas: Luis Buñuel, Remedios Varo, Salvador Dalí, Óscar Domínguez, Joan Miró, García Lorca, Maruja Mallo… España ha mantenido, históricamente, una creencia en un orden emblemático del universo. Aquí no penetró por ningún lado el racionalismo. La mística, el contrarreformismo, el anti-racionalismo, el barroquismo y el anarquismo generaron un caldo de cultivo perfecto para la implantación artística de tendencias surrealistas en el ruedo ibérico. En el capítulo 35 de Automoribundia (1888-1948) el enorme Ramón Gómez de la Serna expone: “…publiqué en la contraportada el primer grupo compacto de Greguerías, entre ellas aquella de «¡Qué tristes son las narices de las mulas!» y aquélla «Del ombligo al sol nos sale una lagartija». Aún no estaban bien elaboradas, salían difíciles —casi surrealistas treinta años antes de todo surrealismo—…”. Aunque Gómez de la Serna fue más cercano a Apollinaire que al grupo de Breton, aquí afirma el pre-surrealismo socarrón de sus primigenias greguerías. Esta pulsión surrealista barroca se despliega en su versión más escatológica y fecal en Dalí, que tenía como libro fetiche Gracias y desgracias del ojo del culo de Quevedo. En sus Confesiones inconfesables dice: “Soy una prodigiosa máquina de transmutar; soy el papa de una iglesia que pone el lingote como tabla de salvación y enseñaré gustoso a mis fieles el elogio del ojo del culo de Quevedo como evangelio de un nuevo humanismo”. Además de sus gustos excrementicios Dalí adoraba el dinero (oro). Esto conecta con la teoría freudiana que habla del origen estercolar del derecho de propiedad, es decir, el carácter excremental que posee el dinero que Dalí conocía perfectamente: “El oro y la mierda, ya se sabe, representan la misma cosa para los psicoanalistas. Una mujer que sufre la tiranía rutilante de las joyas está como rebozada de excrementos y despierta mi avidez”.
Esta idiosincrasia pre-surrealista se exportó a la Nueva España. Cuando se colonizaron tierras latinoamericanas se produjo una suerte de hibridación entre lo telúrico, lo volcánico, lo tropical y lo místico-barroco-católico, trasladándose a la corriente artística del barroco novohispano. Los indígenas ya eran pre-surrealistas (podríamos decir de manera inconsciente) y con la colonización hispana se abonó el terreno para que brotara un surrealismo exuberante. A diferencia del surrealismo francés, el español asoció la epifanía moderna a la eucaristía católica, de tal manera que no había diferencia esencial entre la transustanciación del pan y el vino y la metamorfosis surrealista. Este carácter místico, mágico y metafísico se acentuó en algunos escritores latinoamericanos precursores del famoso boom. Para el poeta cubano Lezama Lima la metáfora es el nuevo principio para enfrentarse a la contradicción entre lo causal y lo incondicionado, y a ella se reduce todo. El poeta logra un equilibrio entre la causalidad y lo incondicionado y reduce mediante la metáfora la totalidad a materia comparativa. El escritor cubano Alejo Carpentier se distancia de la literatura comprometida de los años 40 y toma, junto al pintor Wifredo Lam, el camino surrealista de un arte dedicado al desajuste conceptual y a la sorpresa para, en última instancia, lograr un cambio de actitud o disposición antes que uno de circunstancias. Carpentier, hijo de padre francés y madre rusa, creció en Cuba hablando francés y su inclinación surrealista la señala en el prólogo a su primera novela ¡Écue-Yamba-O! (1927): “Mientras aparecían el Cubismo y otros ismos de Ramón Gómez de la Serna y Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, nacía en París, sobre las ruinas de un Dadaísmo que había querido destruirse a sí mismo, el que habría de ser el último y más importante ismo artístico y poético de este siglo: el Surrealismo”. En la novela de Carpentier la etnografía y el movimiento afrocubano se vinculan con un ideal cosmopolita y humanista, y tienen en común el mismo imaginario del museo surrealista: espacio de exhibición y de reunión de lo heterogéneo, búsqueda de las mitologías universales y del origen de la civilización, con un exceso narrativo y afán por explicar qué hace difícil la aproximación directa al objeto material de la otra cultura.
Revoluciones metafóricas
No es baladí que las diversas revistas surrealistas tuvieran en el título la palabra revolución: La Revolución Surrealista, El Surrealismo al servicio de la Revolución, Surrealismo y Revolución. La revolución bolchevique de Octubre deja una huella tremenda en el arte y la cultura de su tiempo (la fundación en 1919 de la Bauhaus con la xilografía de La catedral de cristal de Lyonel Feininger, una catedral erigida bajo “estrellas rojas”). El surrealismo no se mantuvo al margen de esa revolución y se promulgó como un movimiento marxista (partiendo de la dialéctica hegeliana), con cierta implicación comunista (en mayor o menor grado, pasando por afiliaciones, meras simpatías y posteriores distanciamientos o rupturas) y apoyo diáfano a la revolución proletaria. Aunque si leemos entre líneas la cuestión es algo más compleja: Breton era más trotskista que marxista puro, recordemos que los dos libros de cabecera de Breton eran La interpretación de los sueños y Lenin, la biografía cuasi-mítica que escribió Trotsky. Es decir, la construcción ideológica del surrealismo es un claro freudomarxismo de tintes trotskistas, aunque Marx queda diluido por Freud, en su Segundo manifiesto escribe Breton: “Claro está que el surrealismo, al que hemos visto adoptar deliberadamente en el plano social la fórmula marxista, no tiene el propósito de desestimar la crítica freudiana de las ideas; por el contrario, considera a esta crítica como la primera de todas y la única realmente fundada”. El trotskismo de Breton le hace contemplar el Arte desde el punto de vista revolucionario, a saber, Arte y Poesía debían formar parte activa en la lucha emancipadora, mientras permanecían por completo libres en su rumbo propio. En 1938 Breton, Diego Rivera y el propio Trotsky se reunieron en México para escribir el Manifiesto por un arte revolucionario independiente que comienza así: “Sin exageración, podemos sostener que la civilización humana nunca se vio amenazada por tantos peligros como hoy. Los vándalos, asistidos por sus recursos bárbaros, es decir, bastante precarios, destruyeron la civilización antigua en un rincón limitado de Europa. En la actualidad, la entera civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, tambalea amenazada por fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No sólo avizoramos la guerra que se acerca. Ahora mismo, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y del arte se volvió absolutamente intolerable”; y termina así: “Lo que queremos: la independencia del arte — para la revolución: la revolución — para la liberación definitiva del arte”.
Octavio Paz pensaba que hay dos maneras de entender la revolución: la política marxista, esto es, “transformar el mundo” y la poética de Rimbaud, esto es, “cambiar tu vida”. El surrealismo intentó combinar ambas. Pero la revolución política fracasó. Herbert Marcuse trata de explicar este fracaso en sus Letters to Chicago Surrealists (1972-73), donde expone como la revolución surrealista se encontró con la contradicción irresoluble que planteó el comunismo entre arte y pueblo, arte y revolución. En la órbita capitalista, con el desarrollo de la sociedad de consumo y el creciente carácter tecnológico del proceso de producción, la politización del arte, esto es, su proletarización o popularización, sólo se tornó alcanzable al precio de sacrificar las cualidades radicalmente inconformistas del arte. El surrealismo rechazó esta alternativa y sus producciones se volvieron, contra sus propias intenciones, obras maestras de la literatura, y el impulso originario del movimiento, expresado en la forma estética, entró en conflicto con la praxis revolucionaria. El surrealismo se tornó en elitismo artístico y se alejó cada vez más del pueblo. Pero lo que sí triunfó fue la revolución poética. Y esa poética tiene que ver con el uso desaforado, intuitivo y potente de la metáfora. Citemos la conocida frase del Canto Sexto de Los Cantos de Maldoror (1869) del Conde de Lautréamont: “Es bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores y funciona incluso escondida bajo la paja; y sobre todo, como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”. Isidore Ducasse conecta lo no conectado, lo heterogéneo, y esa conexión sienta las bases de la belleza del poder metafórico en el surrealismo que intenta soldar la distancia entre concepto y realidad.
Bello como una metáfora. La metáfora es fundamental, no sólo para el Arte sino para el conocimiento. Octavio Paz lo explica perfectamente en su texto El verbo desencarnado de su libro El arco y la lira: “El lenguaje es simbólico porque trata de poner en relación dos realidades heterogéneas: el hombre y las cosas que nombra. La relación es doblemente imperfecta porque el lenguaje es un sistema de símbolos que reduce, por una parte, a equivalencias la heterogeneidad de cada cosa concreta y, por la otra, constriñe al hombre individual a servirse de símbolos generales. La poesía, precisamente, se propone encontrar una equivalencia (eso es la metáfora) en la que no desaparezcan ni las cosas en su particularidad concreta ni el hombre individual”. El surrealismo es un modo de vivir la metáfora, de reinventar la vida a través de la inmersión en el inconsciente mediante una mirada salvaje introspectiva que observa las turbulencias del propio inconsciente, y esa mirada salvaje es, al mismo tiempo, una mirada revolucionaria, donde las pulsiones y deseos primordiales se expresan en imágenes que pretenden cambiar y modificar el estado vital inercial y preestablecido. El surrealismo es inmortal, siempre resucita a pesar de los intentos por acabar con él. De nuevo Octavio Paz: “No se puede enterrar al surrealismo porque no es una idea sino una dirección del espíritu humano. La decadencia innegable del estilo poético surrealista, transformado en receta, es la de una forma de arte determinada y no afecta esencialmente a sus poderes últimos. El surrealismo puede crear nuevos estilos, fertilizar los viejos o, incluso, prescindir de toda forma y convertirse en un método de búsqueda interior”.
La vigencia del surrealismo
El surrealismo es una poética romántica que nace después de la Gran Guerra y vive su esplendor justo antes de los totalitarismos y la Segunda Guerra Mundial. Es un movimiento artístico de entreguerras que vive entre gases, trincheras y campos de concentración. Su finalidad es la de reinventar la vida en un momento sin vida, tratar de mantener una llama de esperanza humana en una época inhumana. Esa muerte e inhumanidad fue provocada, en gran parte, por la razón. El sueño de la razón produce monstruos escribió Goya en su grabado. La razón puede ser monstruosa, la cultura puede ser mortificante, la ciencia puede ser exterminadora… En su texto El Surrealismo y la posguerra Tristan Tzara escribía: “La cultura, para no ser estacionaria o regresiva, debe ser dirigida hacia una finalidad que es la liberación del hombre. Ciencia, «confort», bienestar, arte, literatura, no tienen sentido sino cuando, socialmente, están destinados a ayudar al hombre a liberarse de las ataduras materiales exteriores y, subsidiariamente, de las coerciones morales interiores. Lo que se ha llamado cultura, en Alemania, por ejemplo, no solamente no ha sido capaz de detener la dominación de Hitler, sino que, por el contrario, la ha apoyado, la ha sostenido y ha reforzado su posición. Un montón informe de conocimientos, esa cultura anárquica que crece como un cáncer monstruoso en el desorden de la sociedad actual —y toda sociedad capitalista es desorden— no tiene la fuerza de impedir un nuevo oscurantismo, al instaurarse bajo la máscara misma del progreso cultural”.
El surrealismo está en contra del logicismo, quiere ir más allá del racionalismo lógico cartesiano y de la resolución de problemas mediante la lógica. El imperio del racionalismo absoluto cercena nuestra propia experiencia, estrechando y reprimiendo nuestras vivencias en una jaula. Esta lógica racionalista se basa en una utilidad inmediata respaldada por el “sentido común” y con la excusa permanente del “progreso”. No hay espacio para la quimera, la utopía, la imaginación. Este racionalismo reaccionario se muestra hoy bajo el manto atosigante de la burocratización del conocimiento, la estandarización de experiencias banales, la comercialización de obras pseudo-artísticas rastreras y la expertización científica de los “impactos”. Todo este régimen desquiciado y delirante provoca mediocridad y zombis esclavizados. Todo, ventanas, puertas, mentes, almas… todo cerrado. El surrealismo es todo lo contrario a la cerrazón, es la vida a puerta batiente. Walter Benjamin tiene un texto exquisito que se titula El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea que termina de esta manera tan poética, política y vital: “También lo colectivo es corpóreo. Y la phýsis, que se organiza para él en la técnica, solo se genera según su realidad política y objetiva en aquel ámbito de imágenes en que la iluminación profana nos deja arraigar. Solo cuando en ella cuerpo y ámbito de imagen se interpenetran tan hondamente que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y solo entonces, se habrá superado la realidad hasta el punto que el Manifiesto Comunista exige que se supere. Por el momento los surrealistas son los únicos que han comprendido la tarea que hoy nos obliga. Y cambian, uno tras otro, la expresión de su rostro por la esfera de un despertador que a cada minuto hace sonar sesenta segundos”.
Puesto que nuestro presente es catastrófico y un verdadero desastre, debemos ser más surrealistas que nunca. Defender otras formas de vida, llenas de locura, fantasía, instantaneidad, irracionalidad… Experiencias colectivas que se intensifiquen unas a otras, vidas deseadas y deseantes en las que esos deseos generen realidades diversas. Buscando… lo maravilloso cotidiano, la erótica de la existencia, los encuentros poéticos… El surrealismo es una filosofía de la esperanza en la potencia de los encuentros para descubrirnos… en el Sueño. Comienza así el Primer manifiesto de Breton: “Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario —me refiero a la vida real—, que finalmente esa fe se pierde. El hombre, soñador impenitente, cada día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosamente alrededor de los objetos que se ha visto obligado a usar, y que le han proporcionado su indolencia o su esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que se ha resignado a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar su suerte (¡lo que él llama su suerte!)”.
¿Y el cine “surrealista”?
Quizás en otro textículo… (o no).
* Gracias a Carol por su inestimable ayuda en la corrección y revisión de este texto.
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